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jueves, 29 de marzo de 2012

Blade Runner. El cine como lenguaje

Ridley Scott dirige su primera película en el año 1977, Los dualistas, trabajo basado en una novela de Joseph Conrad. Se dio a conocer mundialmente con Alien, el octavo pasajero, en el año 1979, película que marca un hito importante en el género de la ciencia-ficción. En 1982, dirige su tercera película, Blade Runner.

A partir de Blade Runner entra en una etapa de producción pobre y muy discutida. El referente más claro de este decaimiento cinematográfico es La teniente O’Neill, película que consigue aunar las iras de toda la crítica internacional. Con Gladiador, parece recuperar el genio del que hizo gala en sus primeras producciones. Blade Runner está considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos. Es todo un clásico, aunque en su estreno cosechó un gran fracaso de crítica y taquilla.

Scott utiliza, con maestría, los recursos cinematográficos de la época para recrearnos un futuro de la humanidad inquietante y problemático. Para sumergirnos en esa atmósfera diseña unos escenarios sórdidos en los que reina la suciedad y la lluvia.

Conjuga, con dosificación, lo propio del cine de ciencia-ficción y del cine negro. La voz en off del protagonista, los encuadres repletos de luces indirectas que se cuelan por las persianas o son iluminados por incontables luces de neón. Otro acierto se centra en que Blade Runner no es sólo una película de ciencia ficción. Es toda una propuesta filosófica sobre el ser humano y su identidad.


Especial atención llama el juego de cámara que utiliza Scott durante toda la película y especialmente con las miradas de los distintos personajes. Se busca lo que sea propiamente humano. Y eso exige observar, mirar con atención; y, al mismo tiempo, quizás en la mirada humana se encuentre el secreto de lo humano. Es un juego paradójico que el director resuelve con talento.

El ritmo de la película es lento. Por eso, Blade Runner fue una apuesta arriesgada. Ambientes sobrecargados, acción dosificada, gran carga filosófica. El espectador se puede aburrir y perder en el seguimiento de la trama. Para fomentar todo esto la, por otra parte magnífica, banda sonara de Vangelis nos adentra aún más en lo descrito.

Scott salva estos inconvenientes apoyándose en los elementos de la propia trama. El espectador se identifica con el protagonista y se formula las mismas inquietudes. Éstas son las preguntas eternas del ser humano: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy. Quizás, por eso, la película aguante. También ayuda la acción que, en momentos de demasiada carga filosófica, sale al encuentro del espectador para aliviarle en sus cuitas.

La estética propia del cómic y una cierta atmósfera punk dan a la película un gran aliciente para los amantes de la buena recreación cinematográfica. Al igual que los numerosos juegos de picado de la cámara y las incontables variedades de vestuario. Con todo esto, vuelve Scott a hacer un uso magnífico de la contradicción. La película implica el mirar y no sólo el ver. En lo oscuro está lo estético, en lo lento el por qué de la acción.

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