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domingo, 25 de noviembre de 2012

Mal de escuela


Algunos chicos se persuaden muy pronto de que las cosas son así y, si no encuentran a nadie que los desengañe, como no pueden vivir sin pasión, desarrollan, a falta de algo mejor, la pasión del fracaso.

Este fragmento, extraído del libro de Daniel Pennac, Mal de escuela, me parece el mejor resumen que se puede hacer del mismo.

Mal de escuela es la historia de un fracaso escolar; su fracaso personal en las aulas. Sin embargo, es sintomático como Daniel Pennac recuerda cómo empezó su salvación, con qué profesor y por qué con ese profesor. 
 

A los catorce años. Un profesor de francés, ya mayor y a punto de jubilarse. No se cansó de las continuas excusas que el niño Pennac le ofrecía ante estudios sin hacer o tareas sin realizar. Al contrario, supo ver en el joven a un magnífico contador de historias en potencia.

Qué hizo el profesor. No rendirse ante él y encargarle una empresa descomunal: que realizara una novela de temática libre pero, eso sí, escrita sin faltas de ortografía. El propio Pennac cuenta como se entregó con entusiasmo a esa tarea corrigiendo, escrupulosamente, cada falta con ayuda del diccionario.

¿El secreto de todo esto? ¿Del profesor? ¿De su cambio a partir de ese momento? Por primera vez, un profesor le concedía un estatuto, un papel que desempeñar; por primera vez, existió para alguien. Para un profesor que le dijo lo que podía hacer bien y no le dijo, nunca, que no tenía solución.

La educación es, creo, en muchas ocasiones como la propia vida. Lo importante no es que nos digan lo que va mal sino que nos aseguren que nuestra vida puede cambiar. Y, especialmente, si estos juicios se dirigen hacia un niño.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Miliki y en busca de la inocencia perdida


La muerte de Miliki nos produce a muchos –los que compartimos ya una cierta edad- tristeza. Es fácil recordar esas tardes en las que, tras llegar del colegio, te ponías a ver los payasos de la tele como expresión máxima del mejor plan a realizar.

Cuando se echa la vista atrás y analizamos los planes que hacíamos cuando éramos niños solemos afirmar que no había tantas posibilidades como ahora cuando tocaba el momento de divertirse. No estoy de acuerdo con esa afirmación. Quizás teníamos menos posibilidades técnicas pero poseíamos imaginación y creatividad para pasárnoslo bien con nuestros amigos. Ahora, ocurre lo contrario. 

Pero no quisiera llevar mi reflexión sobre esas cuestiones sino sobre un asunto que me parece de capital importancia y que regresa a mi mente con mucha frecuencia. Hoy, con la muerte de Miliki, este asunto ha recobrado en mí más consistencia y la necesidad de compartirlo.

Creo que cuando éramos niños, éramos inocentes. Y quisiera quitarle, a ese calificativo, cualquier aspecto peyorativo. Esa inocencia no era señal de restricciones intelectuales y/o morales. Dicho más claro para que se comprenda: No hacíamos ciertos planes porque fuéramos tontos o porque nos fuéramos a condenar en el infierno si lo hacíamos. Ver esa inocencia bajo esos dos parámetros es reflejo de un análisis torcido y mal intencionado.


La inocencia que quiero describir es bien sencilla: nos educaban sabiendo respetar los tiempos que tiene la vida para cada cosa. Eso es la inocencia. Hacer lo que no te corresponde a los doce años, por ejemplo, si que es torcido y mal intencionado.

Creo que por esa inocencia, así entendida, nos gustaban los payasos de la tele. Al recordar a Miliki recuerdo a mi padre y cómo nos enseñaba a descubrir la realidad de la vida a la edad adecuada. Eso nunca lo olvidaré como no olvidaré nunca, supongo, las canciones de los payasos de la tele.

Disfrutar con la gallina Turuleca está años luz, afortunadamente, de disfrutar con un botellón acordado vía redes sociales.

jueves, 1 de noviembre de 2012

House y la filosofía


Son numerosos los post que tratan sobre las semejanzas –no casuales sino totalmente causales- entre el doctor House y Sherlock Holmes.  

Ambos investigan si bien el objeto de investigación difiere en algo secundario: uno investiga enfermedades y el otro asesinatos. Dos investigadores que se llaman de la misma manera: House versus Holmes.

Son misántropos. Esto les lleva a tener un solo amigo verdadero: Wilson y Watson. Los apellidos citados tiene un cierto parecido fonético para colmo. Los dos son drogodependientes. House ingiere Vicodin. Holmes, que es de otra época, prefiere la cocaína.

Uno mata su soledad tocando el piano. Holmes, más refinado, aporrea su violín. Ambos lo hacen en su domicilio. Es el mismo para los dos: 221B. O quizás tocar instrumentos sea la única manera que ambos tienen de sublimar su carencia absoluta de escrúpulos a la hora de solucionar un caso o una enfermedad. Los dos usan un estribillo a modo de mantra: Todos los enfermos mienten o Elemental, mi querido Watson.

En definitiva, son seres odiosos, solitarios e irremediablemente geniales. Por eso, se les respeta y se les tiene admiración. Están destinados a la gloria y al desamparo más absoluto.

 

Sin embargo, y más allá de esas coincidencias conocidas por todos, creo que no se ha hecho justicia a ninguno de los dos personajes porque nunca se ha ido más allá de lo meramente anecdótico: esas similitudes descritas, que son seres insoportables y que todos, en nuestro fuero interno -como diría algún psicólogo postmoderno- quisiéramos ser como ellos.

House y Holmes, a su estilo y con sus manías, buscan la verdad por encima de todas las cosas. La buscaron con ahinco también los primeros filósofos. Y eso siempre tiene un precio: la incomprensión.

Por eso la filosofía se desvirtuó a si misma hasta llegar a lo fragmentario y ridículo por el triste afán de gustar a todos. Si te comprenden, la vida se hace más fácil.

Sin embargo, si no te comprenden, porque buscas la verdad por encima de todo, no gustarás a casi nadie pero la vida se hará, sin duda, más divertida y atrayente. Holmes y House están solos pero no se aburren. Nunca.