Número de visitas

martes, 29 de octubre de 2013

El espionaje y Algunos hombres buenos

Hace unos días, Vicente Vallés hizo una interesante reflexión –suele ser así y en La brújula de Onda Cero-- al relacionar el espinoso tema del supuesto espionaje realizado por la NSA norteamericana y la escena final de Algunos hombres buenos.

La citada película, dirigida en el año 1992 por Rob Reiner  y protagonizada por Tom Cruise, Jack Nicholson y Demi Moore, es bien conocida por todos.
 
Un marine de la base naval de Guantánamo muere bajo extrañas circunstancias. Dos marines son acusados del asesinato. Se les asigna a dos jóvenes abogados para su defensa. Estos –Tom Cruise y Demi Moore- sospechan que los marines acusados se limitaron a cumplir órdenes de un superior. Ese superior es nada menos que el coronel Jessep, gran servidor de la patria –interpretado de manera magistral por Jack Nicholson-.
 
Pongámonos en la piel del coronel Jessep. Su responsabilidad es grande y de suma importancia. La base de Guantánamo es crucial para defenderse de los enemigos. Conseguir ese objetivo, requiere disciplina y mano dura para obtener marines preparados. No son posibles los fallos. Un error puede provocar consecuencias graves para la libertad y la seguridad de América.
 
Sin entrar en el por qué de lo que le ocurre a ese coronel, afirmaremos que termina convirtiéndose en el dueño absoluto de la base y que no tiene problema moral alguno por utilizar medios inmorales –el famoso código rojo- para la consecución de un fin loable, la libertad y seguridad de su pueblo.


La escena final de la película es memorable. El abogado defensor no tiene pruebas pero sabe que el coronel Jessep ordenó el código rojo que acabó con la vida de ese marine. Sólo posee un arma para conseguir que el coronel confiese. Hacer estallar su prepotencia para que termine confesando.


Por si alguien no ha visto a película, dejemos aquí el apunte sobre la tema para centrarnos en la cuestión que nos ocupa. (No ver, entonces, el vídeo que se adjunta pues resuelve el asunto)
 
 

El coronel Jessep expeta al abogado lo siguiente: Y no tengo ni el tiempo ni las más mínimas ganas de explicarme ante un hombre que se levanta y se acuesta bajo la manta de la libertad que yo le proporciono y después cuestiona el modo en que la proporciono.
 
Y la reflexión queda así servida aunque, seguramente, siempre quede inconclusa en lo que deba terminar la misma. ¿Miramos hacia otra aparte aunque se cometan atropellos?
 
¿Consentimos en que se espíe, sin garantías legales, porque esa manera de hacerlo es la única que, realmente, nos asegurará seguridad?

O, dicho más crudamente. Si nos ponemos legalistas y nos ponen una bomba porque no sea posible expiar, sin más, ¿qué preferiríamos entonces?
 
Erich Fromm circunscribió el miedo a la libertad a la esfera de la experiencia personal de cada uno. Quizás no entrevió que el miedo a la libertad, finalmente, fuera tan sólo un anhelo por vivir con seguridad.
 
Pero siempre habrá hombres buenos que preferirán asumir el riesgo de la libertad a mirar hacia otra parte. No debería dar miedo la libertad. Muchos han dado su vida por no mirar hacia otra parte y exigir que se cumpliera con la legalidad. A esos, se lo debemos.

sábado, 26 de octubre de 2013

Rompe el silencio


Sufrir sin saber porque se sufre es, realmente, el gran problema a solucionar que tiene el sufrimiento.
 
Si se sufre porque uno ha sido, conscientemente, la causa de ese sufrimiento, evidentemente, se pasa mal pero uno no pierde su identidad del todo. Queda dónde agarrarse y se sabe lo que hay que hacer: cambiar.
 
Cuando uno sufre, sin ser la causa de ese sufrimiento, ocurre lo siguiente: empieza una cascada de pensamientos que se retroalimentan hasta el infinito: si sufro y no he hecho nada malo, si me hacen sufrir sin yo provocarlo, será porque hay algo en mí que es malo, que soy malo, que no sirvo.
 
El segundo paso, es inevitable. Como soy yo el malo, callo. Porque no se puede contar aquello que no tiene una causa.
 
Esto es lo que pasa cuando un niño, una niña, es objeto de acoso. Sufre y calla y la situación se torna, en poco tiempo, insostenible. El inicio de cualquier ayuda ante esta situación es conseguir que ese niño, que esa niña, rompa su silencio.
 
 
 
 
Todo esto me ha hecho apreciar la valentía de Carla, de Silay Alkma, en una entrevista que he oído, hace unas horas, en el programa de las mañanas del fin de semana de la cadena Cope. Y, aparte de su valentía, la sabiduría de su proyecto: Rompe el silencio. Porque esa es la clave inicial a manejar.
 
Invito a conocer este proyecto en www.silenciosamente.com ya que lo que pueda reflejar en esta Entrada sólo sería un mal resumen de lo que allí se cuenta de manera adecuada.
 
Sólo quisiera apuntar una reflexión.
 
La prevención del acoso, su tratamiento, necesita un cambio de perspectiva urgente. Hablar de acosador, acosado, problema, víctima, perfiles psicológicos, etc. no está dando resultado alguno.
 
Como indica Carla, sólo desde una adecuada educación de las emociones, conseguiremos vías de solución ante este problema que hace sufrir a muchos niños y a cualquier persona con sensibilidad.

martes, 22 de octubre de 2013

La falacia necesita pocos caracteres

Un argumento que parece válido pero que no lo es. Eso es una falacia. La falacia se puede utilizar con intencionalidad o sin ella. La intención, implica manipulación; la falta de intencionalidad, es simple ignorancia.
 
El juicio valorativo sobre la falacia, o más bien sobre quien la formula es, en todos los casos, desfavorable: o se manipula o se manifiesta, sin pudor alguno, la propia ignorancia.
 
Cuando se estudiaba lógica en el bachillerato –que tiempos aquellos- se entrenaba uno en el análisis riguroso de todos y cada uno de los tipos de falacia que existen; tantas, casi, como tipos de personas hay en el mundo: la afirmación del consecuente, el argumento a silentio, el argumento ad baculum, etc.
 
Es interesante, aunque quizás carezca de fundamento, analizar como cada red social alimenta un determinado tipo de falacia.
 
 
 
Facebook está lleno de falacias tipo: que bien me lo he pasado porque me he tomado siete hamburguesas (y semejante afirmación se acompaña de una fotografía que da fe del grandioso evento) El ejemplo es exagerado pero no falaz. Se intenta ser didáctico. Estamos ante la falacia ad veracundiam, aquella que fundamenta la verdad en la costumbre, como ocurre en este caso.
 
Si salgo, me lo tengo que pasar bien. Si es tomando hamburguesas, mucho más. Si han sido siete y, además, con precio económico y con regalo: ¿cómo voy a decir que no es obligatorio pasárselo bien así? La costumbre –todos diríamos lo mismo- lleva  asociar felicidad a lo que hace todo el mundo.
 
Twitter está elevando la falacia a cotas de popularidad insospechadas. En Twitter, la falacia ad hominem ocupa el primer puesto a gran distancia sobre las demás. Su argumento es simple. En lugar de criticar razonadamente la postura de otro, se descalifica a la persona que emite esa opinión.
 
Falacia que no quiere gran capacidad cognitiva y que tampoco necesita muchas palabras o frases complejas para ser construida. Por eso, Twitter abona esta posibilidad de manera exponencial.
 
Es fácil criticar una ley, o un proyecto, afirmando que es errónea, o fallido, porque la persona que la propone o defiende es un tal o un cual. Lo mismo pasa con una obra de arte, una postura filosófica, una película, o cualquier otra manifestación propia del ser humano.
 
La falacia ad hominem es insaciable. Una vez que se empieza a descalificar, no es fácil parar porque el insulto necesita retroalimentarse y renovarse para que sea efectivo. Y nunca lo es porque es falaz. Pero como eso importa poco, el que insulta no parará hasta conseguir su objetivo.
 
¿El remedio? No es fácil porque va con la condición personal de cada uno. Al menos, lo que hay que hacer es evitar su retroalimentación. Retwittear falacias nos empobrece.

sábado, 5 de octubre de 2013

¿Por qué se discute con los hijos o con quién sea?

Dos no discuten si uno no quiere. Eso es cierto pero no arregla el problema. Al final se discute porque el otro –el que quiere seguir discutiendo-suele ser maniático de la última palabra y acabará por sacarnos de nuestras casillas.
 
Demos por hecho que en las discusiones familiares, se produce la discusión porque las relaciones están fundamentadas en el cariño. Por este motivo, muchas veces se termina discutiendo con los hijos.
 
Discusiones esporádicas, por tanto, y mientras no sean desproporcionadas, son buenas porque son un cierto termómetro del cariño. Si se pasa, de manera absoluta de alguien, es difícil que se dé la discusión.
 
El problema se presenta cuando las prioridades para con los hijos son excesivas y, por tanto, las ocasiones de discusión se elevarán de manera exponencial. Un número exagerado de prioridades desemboca, fácilmente, en convertir éstas en prohibiciones. Y con prohibiciones la discusión está servida y, además, no se educa.
 
 
¿Qué haga entonces un hijo lo que le dé la gana?
 
Tan malo es un extremo como otro: prohibir todo o dejarle hacer cualquier cosa. Deben existir normas claras, pocas y concisas. Todo lo demás es bueno que sea consensuado. No se trata de que la familia sea una democracia –menuda estupidez- pero tampoco se trata de convertir un hogar en una dictadura.
 
¿Y si hay que discutir alguna vez?
 
No pasará nada. No seamos hipermodernos. Si tu hijo llega borracho a las seis de la mañana, discutir igual es hasta saludable. El problema es hacer de esa discusión el tema único de conversación, en forma de reproches, en los días siguientes o semanas. ¿Dónde queda educar, entonces?
 
¿Y las  discusiones en otros ámbitos?
 
Hay expertos en soliviantar a los demás. Se puede optar por evitar a esas personas pero no es siempre fácil: compañeros de trabajo, vecinos, familiares lejanos. ¿Qué se puede hacer ante estas relaciones tóxicas?
 
No hay respuesta fácil aunque puede ser sugerente intentar lo siguiente: descubrir qué cosas interesan a esa persona y preguntarle por ellas. No es mágico pero, a la larga, da buenos resultados. En definitiva, si te interesas por alguien, ese alguien te verá como cercano y querrá que estés cerca; por tanto, evitará discutir para que no te alejes.