Es
cierto que William Foster (Michael Douglas), protagonista de Un día de furia,
es una persona con problemas personales serios. Sin embargo, la causa de su reacción
en cadena no tiene nada que ver con su situación vital.
La
película, dirigida en 1993 por Joel Schumacher, es meridianamente clara en este
sentido. William Foster queda atrapado en un atasco. Hace calor, no tiene un
buen día. Se va desesperando y pierde la paciencia.
Sin
embargo, no pierde la paciencia por la situación. La pierde porque no comprende
como cientos y cientos de ciudadanos, como él, pueden soportar tal escenario sin
quejarse lo más mínimo. Desde ese momento, su reacción –la trama de película-
irá en un crescendo violento que encierra una crítica social demoledora.
William
Foster no es un desequilibrado. Es un ciudadano indignado.
El
mayor acierto de Joel Schumacher es mostrarnos la delgada línea que separa la
sensatez cívica de la rabia. El ser humano no sabe cuando puede ocurrirle eso.
Y, mucho menos, lo saben los gobernantes.
Las
acciones que comete William Foster son condenables. El fin nunca justifica los
medios. Y, mucho menos, si los medios son violentos. El discurso racional es la
única arma sensata en estas situaciones.
Sin
embargo, y prácticamente hasta las escenas finales de la película, el
espectador simpatiza con el protagonista.
¿Por
qué? Porque no hay quién escuche discurso racional alguno. Y, mucho menos,
desde las instancias políticas.
William
Foster se ve solo, sabe que está solo. Los demás, seguirán aguantado atascos
sin hacer nada. Por eso fracasa.
¿Hubiera
sido otra la película si se hubieran unido a William Foster cientos de
ciudadanos haciendo lo mismo? ¿Hubiera triunfado, entonces?
Pienso
que no. O quiero creer que no.
Joel
Schumacher habría reconfigurado, en esa nueva situación, el guión de la película
haciendo surgir la figura de un líder que amansara la indignación gracias a su
catadura moral.
Final
de película.
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